¿Puede una hambruna despertar la mente de un inventor para desarrollar un método de transporte revolucionario? ¿Puede una catástrofe climática como la erupción de un volcán lejano servir de modelo para un estilo pictórico sublime? ¿Es posible que un confinamiento obligado, provocado esta vez por el inesperado frío de un verano, consiga ser el caldo de cultivo de una obra literaria inmortal?
El impacto que tiene la naturaleza en el mundo humano es algo de lo que cualquiera es consciente, a pesar de que nuestras cosas de mundo civilizado a veces parecen estar al margen de lo que ocurre más allá de las fronteras de nuestras preocupaciones, sobre todo cuando hablamos de fenómenos extremos que obligan al mundo a quedarse mirando y lo detienen todo. En tiempos de pandemia, como el que vivimos hace poco, esto es evidente, y sus consecuencias pueden llegar a afectar a todos los rincones del planeta.
Pero en nuestra miopía muchas veces consideramos que, una vez pasado el momento crucial y todo pasa a un segundo plano, los eventos de todo tipo quedan atrás y se vuelve a la normalidad. Son entonces solamente un recuerdo superado. Esto obviamente tampoco es así. Todo evento global queda de algún modo como una huella que transforma el mundo humano para siempre, aunque no nos demos cuenta envueltos en las rutinas que se imponen después de los tiempos extraordinarios.
Las formas en que esa huella queda marcada influyendo en todo aspecto de nuestras vidas y de las sociedades que la viven es tan diversa que suele quedar reflejada también en la ciencia, en el pensamiento, en el arte o en las múltiples formas en que el ser humano se expresa o se adapta a un mundo cambiante.
El caso de la erupción del volcán Tambora en 1815 es un buen ejemplo de cómo algo que ocurre en una esquina del planeta puede afectar en todo el globo. Los efectos devastadores de su explosión no quedaron en las cercanías de aquel monte, sino que provocaron efectos climáticos por medio mundo, efectos que en un tiempo donde la información no corría del mismo modo que hoy, no se identificaron como resultado de la erupción volcánica hasta muchos años después, pero que no dejaron de influir en las cosechas o el clima.
Como si de un juego de fichas de dominó cayendo una detrás de otra se tratara, el Tambora provocó una fuerte escasez de grano en la Alemania de 1816. Había que ahorrar avena, así que un aristócrata alemán de nombre Kart Drais buscó la manera de no gastar tantos recursos en alimentar a los animales tratando de usar menos los caballos para el transporte. Gracias a esta necesidad sobrevenida comenzó a desarrollar un ingenio al que la prensa denominó ‘draisine’ por su creador, todo un predecesor de la bicicleta. Para que podamos visualizarlo, la ‘draisine’ o ‘dresina’ evolucionó hacia esos pequeños vagones impulsados a mano que vemos en muchas películas avanzando por las vías del tren, pero fue sin duda el primer velocípedo desarrollado industrialmente. Y gracias a la influencia de un volcán.
Un tiempo antes el volcán mantenía en circulación por la atmósfera del globo una gran cantidad de gases de azufre. Estos gases provocaban a miles de kilómetros, extraños juegos con la luz solar que los habitantes de aquel siglo no sabían explicar, pero sí pudieron disfrutar. Y si alguien es capaz de sacar partido a la inmensa paleta de colores que puede ofrecernos un cielo extraordinario es un pintor también extraordinario. Es fácil llamar a la memoria para visualizar las magníficas obras del artista inglés William Turner. Los dramáticos amaneceres y atardeceres de aquel otoño de 1815 quedaron reflejados para siempre en algunas de sus óleos más famosos, llenando de una luz especial sus lienzos. Algo similar se puede decir de La bahía de Weymouth de John Constable, una obra de 1816 que muestra un cielo extrañamente amenazador y una luz difusa que podría estar marcada por las condiciones atmosféricas de aquel episodio. El propio autor se consideraba a sí mismo una especie de pintor de la historia natural de los cielos. Turner y Constable sin duda inmortalizaron las consecuencias más inesperadas del Tambora llevando su huella a la eternidad del arte.
Pero el episodio más famoso en esta relación entre la erupción del volcán Tambora y la inspiración humana la encontramos a las orillas de un lago en el verano de 1816. Un grupo de jóvenes escritores y amigos de aquella esplendorosa época romántica viajaron a Suiza a pasar las vacaciones estivales junto al lago Lehman. En su villa trataron de buscar cómo romper el aburrimiento que la terrible meteorología les había provocado. Sin poder apenas salir de la casa aquellos amigos, Mary Shelley, su marido Percy, John Polidori y Lord Byron, decidieron ponerse a escribir retándose en un concurso literario muy especial. Entre otras, en aquel año sin verano, resguardados en ‘Villa Diodati’ nació un relato que al final se convertiría en la mítica novela de Mary Shelley Frankenstein.
En su proceso de creación intervinieron distintos factores que estuvieron presentes en aquel año sin verano, como los cuentos de fantasmas que apasionaban al grupo, el propio reto entre escritores o las conversaciones que tuvieron lugar allí. Los amigos, en aquellas oscuras noches, hablaron sobre el fluido vital, el galvanismo y los efectos que la electricidad tenía sobre el tejido animal incluso para revivir cadáveres de animales. Estas conversaciones provocaron en la joven escritora una serie de visiones nocturnas que darían lugar, tal como ella misma contó después, a las líneas fundamentales de su historia. Esas visiones llevaron a Mary a afirmar: “La he encontrado. Lo que me ha aterrado a mí aterrará a los demás; solo necesito describir el espectro que ha visitado mi almohada a medianoche”.
Al día siguiente comenzó a escribir aquella historia en la que un volcán lejano, del que quizá ni siquiera tuvo noticia, ayudó en parte a llenar de tinta sus renglones.
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Eduardo Moreno Navarro